LA MANO DE JUAN
Cuento publicado en la revista Fractales, 2008
Conté
las monedas para pagar el pasaje y vi venir la buseta: Perdomo – San Vicente –
Coruña. Me subí. Pagué. Me senté y como es usual, eché un vistazo a ver qué
compañeros tendría para ese recorrido. Nada diferente. Los hombres con cara de
maleantes y las mujeres gordas y desarregladas. Venían de trabajar de la plaza
del Siete de Agosto. La mayoría de pasajeros vivía en el Perdomo, yo me quedaba
en la Coruña. La Sierra Morena se levantaba solitaria en medio de la niebla que
cubre los cerros del sur de la ciudad.
La
buseta comía pavimento tan rápido como la cinta de mi walkman se tragaba la voz
de Hettfield aullando ¡seek and destroy! La gente se encogía en sus asientos y se
arrunchaba contra la carrocería del busetón. Los hedores de los pasajeros se
hacían más agrios y repugnantes. El conductor demostraba una prodigiosa
habilidad para maniobrar en la carrera décima que a esa hora (las casi diez de
la noche) si bien está más descongestionada que en las horas pico, está llena
de indigentes que atraviesan las calles
como espectros, y de taxis desbocados que le huyen al atraco; de transeúntes
protagonistas de cualquier documental del centro de Bogotá; drogadictos y
hampones inexpertos; colectivos azules que van hacia Ciudad Tunal a toda
velocidad.
El conductor mira de vez en cuando el espejo y
echa un vistazo a ver qué puesto está desocupado para seguir echándole gente,
pero la noche no arroja muchos pasajeros, entonces se resigna y acelera sin
contemplación. Es lo mejor para todos.
Iba
llegando a mi barrio, cuando la buseta, que ya se estaba saltando la avenida Boyacá
para internarse en la recta final que me conduciría a mi barrio, empezó a toser
y dar arranconazos, como un animal moribundo. Al fin, se varó después de una
agonía insoportable. Era una buseta muy vieja, merecía la jubilación tanto como
su conductor.
Yo
estaba adormecido, soñando que tocaba la batería invitado por Metallica en su
gira por Suramérica. Apenas me di cuenta de que el conductor orilló la buseta y
la gente se empezó a bajar, como si los estuvieran persiguiendo, sin ningún
reclamo, cosa que me llamó la atención, pues lo normal en estos casos es que la
gente le pida la plata del pasaje al conductor, insultándolo. Cuando nos
bajamos, me di cuenta de que éramos muy pocos los pasajeros que íbamos hasta el
momento.
Se
fueron subiendo a otra buseta, cosa que yo también debí de haber hecho. Pero la
noche invitaba a dar un paseo vespertino por el último kilómetro que me quedaba
de trecho; el aire era suave y atractivo, el clima hacía suponer que estaba en
tierra caliente, cosa rara, pues ya habían pasado las once y el frío no se
sentía; el cielo estaba estrellado y el horizonte en general se veía agradable.
No parecía que estuviera en Bogotá.
No
le vi nada de malo irme caminando hasta mi casa, al fin y al cabo, no era mi
principal objetivo en la vida llegar temprano a discutir con mi papá, y
aguantarle su borrachera. Demostrarle que ya no sabe qué hacer conmigo, como
todos los papás, ya no saben qué hacer con uno cuando a los 17, cuando se da
uno cuenta de que el mundo no son las cuatro paredes en donde se crió. No es
esa bolita de cristal en la que uno cree que vive.
Alcancé
a dar unos siete pasos, tranquilo y feliz (estaba en tierra caliente), cuando
por mi lado pasó un tipo de gorra
ordinaria: verde mate; los pelos crespos, negros se alcanzaban a salir por los
bordes de la cachucha; una chaqueta de cuero negra que le quedaba grande, un
pantalón gris lo terminaba de ridiculizar y unos tenis sucios (parecía que eran
blancos) le acababan de dar un aspecto terrible. Tenía pinta de ser un obrero, de
los que trabajan en el norte de la ciudad.
Yo
sabía que ese trecho era algo peligroso para caminarlo a esas horas y cuando el
tipo se volteó para saludarme, capté el error que cometí al no haber tomado
otra buseta.
Ahora
este man me va a atracar... pero qué me va a robar, si al caso el walkman., el
único buen recuerdo de mi ex novia. A cuánta gente he visto caminar así como
yo, a estas horas y en ese lugar, y nunca les ha pasado nada, ¡pero a mí sí es seguro que me van joder!
-
Buenas noches -. Dijo el
desgraciado, con una sonrisa de oreja a oreja, dejando ver sus dientes
amarillos y su bigote enredado que casi no dejaba ver su chata nariz. Tenía
algunas arrugas alrededor de sus ojos, no ocultó que ya había pasado de los 50.
-
¡Qué tal! Respondí con toda calma,
fresco y mirándolo a los ojos, pero por dentro estaba que me orinaba del susto;
él quería era robarme, tal vez degollarme.
Se
presentó como Juan, me dio la mano y apretó fuerte; sentí un calor bochornoso,
me preguntó mi nombre y como si nada decidió acompañarme en el trayecto de
manera arbitraria. Después de diez pasos de camino ya parecíamos los mejores
amigos (aunque me cagara del susto, y
maldije mil veces no haber tomado la otra buseta, como lo hicieron los demás
pasajeros, sabios). Me entrevistó. Yo traté de hacer lo mismo con él, para
ganarme su confianza y demostrarle que no tenía nada de miedo; eché un vistazo
al panorama que nos rodeaba y todo era
horrible: la carretera abismalmente sola, el viento no silbaba, la noche era oscura
pero la luna alcanzaba a iluminar la escena. Las estrellas medio alumbraban, a
lado y lado de la carretera era un desierto.
Nos acercábamos al puente que cruza el río
Tunjuelito, donde habían dejado a varios taxistas atracados, sin vida. Ahora,
era mi turno. Cada vez estaba más asustado y no tuve más opción que prepararme
para un seguro ataque de Juan. Empuñé mis manos que sudaban en mis bolsillos y
mientras (ahora mi amigo) Juancho me hablaba y me hablaba, me propuse mirar de
sreojo el río que pasaba debajo. Casi me desmayo de pensar que con empujón,
Juan me iba a lanzar allá. ¡Era el momento!, justo allí, Juan podría atacar sin
pensarlo.
Ya
estaba más cerca de mi destino y Juan se acercaba a mí con un tono descarado;
su mirada era más intimidante, casi salgo a correr. Creo que ya estaba cagado y
orinado. Pero el juego consistía en hacerme el duro y hacerle creer que yo no
era ningún huevoncito.
¿Tú...
sigues John? ¡Ahora me tuteaba el infeliz! Le respondí que sí, extrañado
por la pregunta. Eso quería decir que él se quedaría ahí que todo iba a
terminar. Algo muy raro, por qué habría de quedarse allí, si estaba en medio de
la nada y el paradero aún estaba a muchos metros; además, según lo que me había
dicho, su plan era irse caminando loma arriba hasta su casa porque
supuestamente, también le habían dado ganas de caminar a esa hora, por ese
mismo lugar, hasta Sierra Morena.
-
Sí, yo sigo, ¿y usted luego no se
iba a ir caminando? Me atreví a preguntar, insistiendo en no demostrarle media
miadita de susto. La voz nunca me tembló y tampoco guardé mi walkman,¡yo era un
verraco!
-
Sí John, lo que pasa es que por
aquí es muy peligroso y uno no sabe qué pueda pasar, ¿no le parece?
Su
mezcla de tutear y no tutear me molestaba tanto como su olor a indigente. El tipo
se detuvo y tuve que hacer lo mismo. Paré y con timidez extrema lo miré a ver
ahora sí con qué iba a salir (ya me estaba cansando), se suponía que tenía que
pasar lo que tenía que pasar, y yo estaba preparado para la escena crucial.
-
Bueno John, mucho cuidado, ten
mucho cuidado por ahí, que la noche es peligrosa y por aquí es jodido.
Extendió
su mano y la atenazó a la mía, me miró a los ojos y de pronto bajó su mirada.
Me apretó más fuerte, traté de zafarme pero su fuerza animalesca me dominó con
facilidad y mirándome hacia abajo, mirándome el sexo sin verguenza, se
despidió:
-
Chao Johncito, cuídate por ahí,
pero sobre todo, cuídate mucho ese tesorito.
Y
mientras Juan me apretaba la mano, logró rozarme el tesorito ... Como pude me
solté y lo alejé de mí. ¡Qué va!, él fue el que me soltó, me liberó. Volteé y
como único recurso de supervivencia salí corriendo como si me estuviera
quemando. Y la voz de Juan diciéndome eso me estaba enloqueciendo, mientras aturdido
cruzaba la avenida para refugiarme entre las casas que ya se asomaban a la
vista. Paré para comprobar que el aberrado no estuviera detrás de mí, pero no
había nadie. No había tomado ningún medio de transporte, pues ninguno pasó
mientras estábamos caminando, si cruzaba se encontraría un pequeño lago que
había dejado el río desde la última vez que se desbordó. Juan desapareció con
la espesa niebla que despedía el hedor del río. Llegué a mi casa atontado,
sabiendo que no había pasado nada, que todo había salido bien. Bueno, me habían
manoceado cruzando el río, al cualquiera le pasa ¿no?
Cuando
entré a mi casa, mi mamá estaba tirada en el sofá y mi papá me recibió
diciendo: nos vamos para el hospital, atracaron y parece que violaron a
Juliana. ¿No se supone que USTED hoy la iba a recoger porque el novio que tiene
no podía? La noticia y una botella de aguardiente, le impidieron esta vez
iniciar la acostumbrada pelea familiar. El hombre estaba preocupado, sin saber
qué decir, tartamudeaba, estaba nervioso, parecía que tuviera párkinson, sus
manos nunca habían temblado así. Buscaba en mí una respuesta esperanzadora. Sin embargo, sus ojos no
disimularon que quería echárseme encima y darme una golpiza por no haber
recogido a mi hermana. De nuevo, me preparé para el combate, de nuevo, me quedé
esperando.
Nos
fuimos tan rápido que apenas me di cuenta de que dejamos tirada a mi mamá como
si no existiera. Quién sabe por qué no podía imaginarme a mi hermana tirada en
un pastizal sin un peso y abusada por un don “Juan”. Uno de esos que salen a
caminar por ahí, mirando a ver qué pendejo le da por irse a la casa echando
pata a la media noche.
Tomamos
el taxi y al pasar otra vez por donde el asqueroso me había manoseado, no pude
evitar la imagen de la mano de Juan frotándome el fundillo, rematando con su consejo
cuídate mucho ese tesorito. Pensé en
mi hermana, crucé las piernas algo incómodo y me puse los audífonos de nuevo.
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